La mitad de la destrucción de empleo desde el inicio de la crisis del coronavirus corresponde a menores de 35 años.
Sin duda, la fragilidad irrumpe en el peor instante. Los chicos que salieron al mercado laboral entre 2008 y 2013 (en plena depresión) viven este hundimiento cuando podrían empezar a estabilizarse en sus puestos de trabajo. Y solo parece caer la noche. “El impacto será profundo porque los jóvenes parten de entrada de una situación ya muy vulnerable, marcada por la temporalidad y aún no han terminado de pagar la factura de la crisis anterior”, observa María Ángeles Davia Rodríguez, profesora en la Universidad de Castilla-La Mancha. Y añade: “El tamaño de esa cuenta tendrá también mucho que ver con el nivel de seguridad del puesto de trabajo frente a la pandemia. Es decir, si han podido y pueden seguir teletrabajando o si se enfrentarían a un contacto social intenso cuando se retome la actividad”.
Pero tampoco de ahí parece que lleguen ni luz ni esperanza. La consultora CEPR Policy calcula que actualmente solo el 25,4% de los trabajos en España se puede desempeñar de forma segura desde casa. Un porcentaje que podría llegar al 43% en el escenario de unas restricciones mínimas. Otra vía de agua para que anegue la injusticia. “Hay una separación entre aquellos jóvenes que tienen el privilegio de tener empleos que pueden efectuarse de manera remota (por ejemplo, los financieros o informáticos) y quienes desarrollan profesiones (restauradores, minoristas) basadas en el cara a cara”, alerta David Grusky, director del Centro de Pobreza y Desigualdad de la Universidad de Stanford. Y advierte: “Son nuevas fuerzas de la injusticia”.
Todas las generaciones se han definido por acontecimientos traumáticos. Sucesos escritos, generalmente, por el miedo y la incertidumbre. Sucesos que cambian la forma en la que las personas entienden el mundo, el pasado y el futuro y que afectan a cómo toman decisiones y asumen riesgos. Y en este viaje vital, la relación entre el espacio y la velocidad, o sea, el tiempo, condiciona la vida. “Incorporarse en el mercado laboral en épocas de recesión tiene consecuencias nefastas y persistentes en la trayectoria salarial de los jóvenes españoles. Su repercusión permanece a lo largo de los años y puede durar hasta una década”, describe Nuria Rodríguez-Planas, catedrática de la City University de Nueva York (Queens College).
Infinidad de trabajos atestiguan lo que les espera de prolongarse la recesión causada por el virus. Si eres joven y llegas al mercado laboral en plena depresión o en esta agorafóbica economía vas a sangrar. Los expertos de CaixaBank Research narran que entre 2008 y 2016 el salario medio para los trabajadores de 20 a 24 años cayó un 15% mientras quienes estaban entre los 25 y 29 años perdían el 9%.
Otros informes (Desempleo juvenil en España, publicado por Papeles de economía española) hienden la herida. Sus páginas analizan las vidas de los jóvenes en la horquilla que enlaza los 36 y los 40 años. Un tiempo en el que, pese a haber atravesado la primera fase (2005-2012) de la Gran Recesión, deberían tener sus existencias encauzadas. El resultado es una especie de “envidia demográfica”. Un concepto que imaginó Douglas Coupland en su novela Generación X. Aquel retrato atravesado de inequidad y McJobs de los jóvenes estadounidenses durante los años noventa. Más cerca. El estudio español descubrió —resume María Ángeles Davia— que la probabilidad de caer en el paro para esos adultos era significativamente mayor entre quienes habían engrosado el desempleo antes de los 30 años. Y ese estigma resultaba más intenso cuanto más larga era la experiencia del paro en la juventud.
Sin embargo, es razonable intuir que la frustración de los mileniales que hoy se encuentran en esos tramos de edad será aún superior. Porque además cargan con la devaluación de los salarios que siguió a la reforma laboral de 2011. “Lo que deben sentir es que nunca verán un espacio de seguridad económica en sus vidas”, comenta Markus Gangl, profesor de Sociología en la Universidad Goethe de Fráncfort (Alemania). Porque son el vórtice de una tormenta que arrastra sus existencias hacia la pérdida. “Van a perder salarios, empleo y el ascenso en sus carreras y tendrán que aplazar la educación mientras los trabajadores de mayor edad intentarán trabajar durante más tiempo, lo que limita las futuras ofertas de empleo”, desgrana Jason Dorsey, presidente de la consultora The Center for Generational Kinetics. “Y no solo eso. Deberán soportar buena parte de la carga de impuestos que estos días pagan los beneficios que están recibiendo las personas más mayores”.
Comparación desigual
En el fondo, miles de jóvenes sienten que otras generaciones se han llevado el mejor trozo de la tarta y han colocado alambre de espino alrededor de lo que quedaba. Muchos miran con envidia la situación de sus padres, prejubilados a los 60 años. Sin embargo, esa existencia va quedando lejos y ese número posee hoy un sentido distinto. Unos 60 millones de puestos de trabajo en Europa están en riesgo. Es el porvenir que describe la consultora McKinsey. Su concepto de peligro mezcla reducción de horas de trabajo pagadas, una avalancha de expedientes temporales y despidos definitivos. Y son los jóvenes, una vez más, quienes salen azotados por los vientos. Enhebrado con hilo de seda oscilan los empleos de siete millones de chicos de entre 15 y 24 años. ¿La imagen es dura? “La imagen podría ser peor si en los próximos años los Gobiernos europeos introducen nuevas medidas de austeridad para hacer frente a la presión presupuestaria creada por la crisis. Porque ya sabemos lo que significa: condiciones más débiles para los trabajadores y un recorte profundo en los gastos sociales”, reflexiona Michele Raitano, profesor de Economía Política de la Universidad de La Sapienza de Roma.
Pero urge proteger los empleos. Cada trabajo salvado retiene la productividad y el consumo, reduce la dependencia de los sistemas públicos y tiene un efecto positivo en la salud y el bienestar. Hay que derribar los números. Esta curva no basta con aplanarla. En abril, el paro entre los menores de 25 años aumentó en 31.262 chicos frente al mes anterior. Casi el 11%. Cenizas sobre las cenizas en un país que incluso en los años del milagro dorado ha tenido poblaciones, especialmente en el sur, con un desempleo juvenil del 40%. “La situación de los jóvenes ya era difícil antes de la crisis y ahora han empezado a formar parte del paro estructural; o sea, del desempleo crónico”, advierte Raquel Llorente Heras, profesora de Economía de la Universidad Autónoma de Madrid.
Amenazas
Acorralados miles de ellos en contratos temporales, los días se cuentan por amenazas. Sobre todo, cuando termine el estado de alarma. Tras el final del confinamiento resulta posible que “se produzca una importante destrucción de empleo temporal”, prevé Llorente. ¿Qué hacer? ¿Les daremos la espalda? “Una opción sería una renta mínima que actúe como trampolín para acceder al mercado de trabajo”, propone Rafael Doménech, responsable de análisis económico de BBVA Research. Y matiza: “Pero debería estar diseñada para que el joven no dependa de ella y ser temporal”. Da igual su geometría. Casi todos coinciden en el adjetivo que emplea Raquel Llorente para calificarla: “Necesaria”.
Hay que proteger a las cohortes más jóvenes, especialmente en un mundo donde serán más frecuentes las crisis sanitarias y económicas. Entre 2007 y 2009 el paro juvenil, acorde con la Organización Mundial del Trabajo, aumentó en 7,8 millones de personas. En comparación, durante la década anterior a la Gran Recesión, el número de desempleados jóvenes creció solo en 191.000 chicos de media al año. Es una instantánea en alta resolución de las generaciones desfavorecidas. “Son las menos afectadas por el virus, pero están más expuestas a las consecuencias económicas de la pandemia”, asume Stefano Scarpetta, director de empleo, trabajo y asuntos sociales de la OCDE. “En una segunda fase de la crisis y más adelante habrá que prestar atención a cómo enfrentamos esta desigualdad a través de políticas que vayan al origen. Por ejemplo, las lagunas en los sistemas de protección social o los jóvenes poco cualificados”, añade. Pues los chicos, advierte Jordi Fabregat, profesor de Esade, entre 30 y 35 años que no tengan una buena formación “lo pasarán mal”.
De momento, la crisis de la covid-19 llega a España antes del fin del curso escolar y ha complicado el acceso a la búsqueda de trabajo de miles de jóvenes que deberían licenciarse o acabar sus estudios este año. Nadie sabe con certeza qué consecuencias tendrán en su futuro unas aulas vacías. Semeja esa línea de Cien años de soledad: “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre”. Otras, sí lo tienen. No acuden por sorpresa. Carlos Martín, director del gabinete económico de CC OO, entiende que se puede evitar el deterioro de las expectativas de los chicos. “Hay que elevar los impuestos hasta homologar la contribución fiscal española con la media europea, suprimir la inmensa flexibilidad de la contratación temporal, que provoca existencias inestables y garantizar el acceso a la vivienda para acabar con ‘las vidas aplazadas’ que padecen jóvenes y no jóvenes”, relata. Y propone respuestas frente a ese aislamiento. Establecer precios máximos en el alquiler, gravar las casas vacías, restringir los apartamentos turísticos y crear un parque público de hogares en alquiler que no se pueda descalificar.
Pero como todos los días son un estado de ánimo, también hay motivos para la esperanza. “En estos momentos debería ser casi delito el tremendismo”, dice el jurista Antonio Garrigues Walker. “Soy optimista. El ser humano, especialmente los jóvenes, es muy resiliente y siempre ha sabido adaptarse. Tendrá que hacer cambios, pero tampoco demasiados. La Humanidad ha atravesado otras pandemias y las ha superado”.
Esa misma fortaleza de los chicos actuales es la que elogia Santiago Íñiguez de Onzoño, presidente ejecutivo de IE University. “Los jóvenes son quienes están sufriendo menores tasas de infección y podría ser el colectivo que antes vuelva al trabajo y ser parte de la solución”, analiza Josep Mestres, economista de CaixaBank Research. “Además es una generación que se adapta muy bien a los cambios estructurales que llegan como el teletrabajo o las nuevas tecnologías”. Dentro de esas trasformaciones, el mundo global vive su propia recesión. Los países van a recuperar fábricas, cadenas de suministros y ciertas actividades vitales —sobre todo las relacionadas con la salud— volverán a casa. Nadie en Europa quiere que China siga fabricando el 80% de los antibióticos. “Vamos a recuperar tejido productivo y esto dará oportunidades profesionales a los jóvenes”, lanza Roberto Scholtes, responsable de estrategia de UBS España. “Tengo esperanza”.
Toda generación se alza, toda generación declina. Entre medias ha habido desde hace décadas un pacto implícito de prosperidad. Las plegarias serán atendidas y cada salto generacional disfrutará de una vida mejor. Incumplir este compromiso es regresar al otoño de la Edad Media o al invierno del Antiguo Régimen. “Pues si no se puede prometer a la gente que su vida será mejor, entonces porqué deberían respaldar el sistema”. Esta reflexión es de Grace Blakeley, una joven economista inglesa de 26 años. Pero es compartida por millones de chicos, sobre todo del sur de Europa, menores de 35 años, que afrontan su segunda recesión mundial en solo 12 años.
Es tentar al abismo. La quiebra del pacto social conduce a la radicalización, los populismos y al enfrentamiento entre generaciones. La miseria económica prende la miseria económica. Bajos salarios ahora conducen a bajos salarios después y, finalmente, a pensiones ínfimas. Mientras, el aire está inflamado con un desempleo que empieza a ser estructural en España. ¿El inicio de la tensión?
División
“En parte, ya existe ese enfrentamiento. Las estadísticas empiezan a mostrar que durante la crisis de 2008 las rentas que mejor evolucionaron fueron las de las personas de mayor edad mientras se debilitaban las de los jóvenes. Esto ha generado una división”, advierte Rafael Doménech, de BBVA Research. El país comienza a pisar una dudosa luz del día. “Una de las secuelas que deja la crisis es una creciente tensión social”, alerta Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales. “Pero no veo una guerra entre generaciones. Lo que sí habrá es una contestación más arraigada frente al sistema. Los jóvenes no serán antisistema. Sin embargo, van a defender con fuerza el espacio público (sanidad, educación)”.
Un 42% de los jóvenes estadounidenses —acorde con el centro de estudios Pew Research Center— tiene una valoración positiva del concepto “socialismo”. A través de su dialéctica se entiende parte de la realidad. “No existe un conflicto generacional sino de clase. La élite económica tiene interés en sustituir uno por otro para salvaguardar su statu quo. Con el fin de evitar medidas de reequilibrio fiscal, laboral o inmobiliario que recorten sus beneficios de manera estructural. Por eso su propaganda promociona ideas del tipo: los viejos les quitan los derechos a los jóvenes y para evitarlo hay que recortar pensiones; o los indefinidos les roban los derechos a los temporales (muchos jóvenes) y la solución es rebajar la indemnización por despido de los fijos”, critica Carlos Martín. Y añade. “Que nadie lo dude. Los hijos y las hijas de la élite no verán mermadas sus expectativas, sino, como mucho, reorientadas”. No sucederá lo mismo con los chicos españoles más desfavorecidos y que antes de que apareciese la Covid-19 ya soportaban un paro del 30%. “Para resolver esa tensión generacional hace falta crear empleo. Nadie en una sociedad puede estar tranquilo sin trabajo, especialmente los jóvenes”, avisa Gonzalo Sánchez, presidente de PwC.
ÁLVARO, 34 AÑOS: “A EMPEZAR DE CERO OTRA VEZ, COMO HE HECHO DESDE QUE TENÍA 18 AÑOS”
En 2010, cuando la crisis rompía la economía española, Álvaro Alcalde empezaba a cocinar en un restaurante japonés de Madrid después de terminar sus estudios en San Sebastián. Con un grado superior de Hostelería, experiencia en Londres y varios años entre fogones comenzó cobrando 1.200 euros por un trabajo de seis días a la semana, 10 horas al día. “Vivía en un piso en mi barrio de toda la vida, Tetuán, pagando 650 euros más gastos… más de la mitad de mi nómina”. La situación pronto se hizo insostenible, y decidió, en 2011, lanzarse a recorrer el mundo trabajando en el campo, en proyectos agrícolas en Centroamérica y Canadá. “Volví a España en 2013 y volví a trabajar en cocinas con horarios esclavos (más de 60 horas a la semana y 1 día de vacaciones)”, relata. Hasta que, en 2019, se atrevió a montar un bar de vinos en Madrid. No había pasado ni un año y el negocio le iba razonablemente bien. Y estalló la crisis sanitaria. Su local lleva cerrado desde el inicio del confinamiento y calcula que no podrá reabrirlo. “Así que ahora a empezar de cero otra vez, como he hecho desde que tengo 18 años”. Por María Fernández
ALEJANDRO, 34 AÑOS: “HAY QUE LUCHAR, NO QUEDA OTRA”
Alejandro Sánchez (Pontevedra) se lanzó en 2016 a recorrer el Camino de Santiago con una libreta bajo el brazo. Apuntaba todo lo que le decían sus futuros clientes: los peregrinos. Era su forma de salir de una vida como profesor particular que no le llenaba ni el alma ni los bolsillos. Si acaso de dinero en negro, y ese no era plan de futuro. Desde entonces, este licenciado en Ciencias del Mar se ha afanado por convertir la casa de su abuelo, donde pasó los veranos de su infancia, en un albergue. El momento de emanciparse tenía fecha: abril de 2020. Hasta que llegó la pandemia. “Hay que luchar, no queda otra”, dice. Por delante, un préstamo y varias fases de desescalada. Por Marcos Lema
ANDRÉS, 33 AÑOS: “AHORA ESTABA BIEN Y DE REPENTE…PUM”
Andrés Lucía (Plasencia, Cáceres) estudió Artes Gráficas cuando las máquinas ‘offset’ estaban a punto de morir, se metió en Sociología en pleno cambio de la licenciatura al grado y acumulaba trabajos precarios en Salamanca durante la Gran Recesión. Nada le salía hasta que decidió formarse como director de cocina. La recuperación económica hizo el resto. “Ahora estaba bien y de repente… pum”, se lamenta. Crisis, ERTE y vuelta a empezar. Pero esta vez es diferente. Sabe que el restaurante bilbaíno en el que trabaja no podrá ofrecerle, si es que reabre, las condiciones que por fin había conseguido. Y no se rinde: “Toca reinventarse”. Con lo que le den de paro montará un servicio de cocina a domicilio. Por M.L.
MOHAMMAD, 29 AÑOS: “NADA DE COBRAR POR NO HACER NADA, TOCA ESPERGURAR”
Mohammad El Kabouri (Marruecos) llegó a España en 2007 y hasta 2011 no fue capaz de conseguir su primer trabajo. “Venía en busca de una buena vida, pero no la encontré”, rememora. La Gran Recesión frustró sus expectativas y, como tantos otros, se puso a estudiar. Encadenó varios cursos de cocina y por fin obtuvo un empleo. Ya no le faltaría nunca, pensó. Tras una década de experiencia, la crisis lo dejó en manos de un ERTE y recluido en casa. Demasiado para una persona activa. Estos días ha cambiado Barakaldo (Bizkaia) por los viñedos de La Rioja. Nada de cobrar por no hacer nada, toca espergurar, dice. En septiembre se le acaba el contrato en el restaurante, pero Mohammad es optimista: “Si buscas trabajo, lo encuentras”. Por M. L.
PABLO, 39 AÑOS: “NO ES UNA MALDICIÓN IRSE DE ESPAÑA Y NO DESCARTO VOLVER A HACERLO”
La vida de Pablo Rosado Sainz-Rosas (Bilbao) ha estado marcada por las turbulencias económicas y políticas de dos países: España y México. Tras estudiar Comunicación Audiovisual, vio que esa preparación no le daría ventajas laborales en medio de la crisis. Trabajó en productoras pequeñas que no pudieron sobrevivir. En 2011, estudió un máster en Administración de empresas para ampliar sus opciones y unos meses después una empresa lo fichó para que trabajara en México. “Fue un cambio total, para hacer ventas, algo que yo nunca había hecho, en un sector tecnológico y de educación. Fui uno de los que salieron en 2013”, cuenta. Durante más de seis años trabajó en lograr un acuerdo con la Secretaría de Educación Pública de ese país, pero el cambio de Gobierno, en 2018, terminó con esa posibilidad y se vio obligado a volver a España en noviembre pasado. “En retrospectiva, irme a México fue algo que ayudó muchísimo. No es una maldición irse y no descarto que eso pueda volver a ocurrir ahora”. Por Erika Rosete
INMA, 30 AÑOS: “MI GENERACIÓN JAMÁS VIVIRÁ COMO VIVIERON NUESTROS PADRES”
Primero como recién graduada y ahora como emprendedora, Inma Arteaga (Cádiz) ha vivido dos de las situaciones más complejas de la historia de España. En 2012, cuando terminó la carrera de periodismo y comunicación, una pequeña empresa de ‘marketing’ la contrató, mientras veía cómo sus compañeros hacían prácticas no pagadas y tardaban uno o dos años en encontrar un trabajo “decente”. Decidió hacer un máster de dirección de empresas y en mayo de 2019 se unió con un socio para crear Pixitour, una ‘start-up’ que ofrecía sesiones fotográficas a turistas, principalmente asiáticos, en sus viajes por Europa. “Con lo que estoy viviendo ahora que quiero ser empresaria, pienso que aquello de 2008 tuvo que ser horrible”, reflexiona. Arteaga piensa que esto es el “coletazo” de aquella crisis de la que no hubo una recuperación total. “Mi generación jamás vivirá como vivieron las generaciones de nuestros padres”, dice. Desde hace seis semanas Pixitour pasó a ser Batchor, un ‘software’ de edición de fotografía profesional para otras empresas, ahora que, asegura, las ventas en línea cobrarán más importancia. Por E. R.
FRANCISCO, 32 AÑOS: “CUANDO POR FIN EMPIEZAS A VIVIR POR TI MISMO LLEGA ESTA HECATOMBE Y TE BARRE”
Francisco Guillermo Gómez (Cáceres, 1987) dice que es optimista, pero reconoce que la crisis del coronavirus ha roto todas sus expectativas. “Es la época que nos ha tocado vivir. Aunque ya cansa. Es muy duro ver cómo cuando terminas la carrera, durante la recesión anterior, te cuesta horrores salir a flote con trabajos mal pagados y, cuando por fin empiezas a vivir por ti mismo, llega esta hecatombe que se lleva por delante todo el esfuerzo de los últimos tres años”. Francisco se licenció en Derecho y en 2017 montó una empresa de gestión de alojamientos y servicios para estudiantes y turistas extranjeros en Salamanca, donde también abrió su propio despacho de abogados. “La pandemia me ha barrido cuando la empresa iba a comenzar a dar un beneficio reseñable y voy a tener que liquidarla. Si no tuviera que pagar tantos impuestos no tendría que hacerlo”, afirma. Con los juzgados cerrados, tampoco su bufete le da de comer y sí le produce gastos. “Llevo tapando agujeros desde enero y ya no puedo más” [el 70% de sus clientes son asiáticos]. Ahora está viviendo en la finca familiar de Cáceres y no sabe si podrá mantener su casa salmantina. Lo que sí tiene claro es que va a salir adelante, “no me voy a quedar parado esperando la ruina. Tendré que sudar, pero un billetillo no me va a faltar”, sostiene mientras valora varios proyectos. Por Carmen Sánchez-Silva.
ALBA Y JUAN ANTONIO, 27 Y 28 AÑOS RESPECTIVAMENTE : “LA OPCIÓN MÁS VIABLE ES SER TEMPORERA EN FRANCIA”
Alba Martín (Madrid, 1992) y Juan Antonio Escañuela (Vélez de Belaudalla, Granada, 1991) comparten piso en Granada. Ninguno de los dos cree que la Gran Recesión les afectase demasiado, sí a sus familias, y, con esta, ella, titulada en Ciencias Ambientales en 2018 y con un C-1 de inglés, dice que se ha llevado una decepción bastante grande. Pensaba que su carrera iba a tener más salidas, como le prometieron. Pero lleva muchos meses buscando trabajo sin suerte en su profesión y ahora se plantea hacerse temporera en Francia para ganar algo de dinero. Juan Antonio trabaja como celador en el Hospital Virgen de las Nieves desde hace tres años y uno como interino; una suerte, dice, porque sus amigos se han quedado en la calle o sufren un ERTE. Él se ha podido independizar después de trabajar desde los 18 años en el campo, la hostelería, en seguridad o como repartidor y, de momento, sostiene, la pandemia no ha afectado a su proyecto de vida. Alba sí cree que va a tener que esperar más todavía para hallar un trabajo que le permita viajar y formar una familia, aunque no renuncia. Por C. S-S.
BELÉN, 34 AÑOS: «LA REMONTADA SERÁ DURA»
La trayectoria de Belén Amoraga, psicóloga, 34 años, es un viaje hacia el compromiso con los otros. Ha trabajado en Valencia con adictos, migrantes, enfermos de VIH. Personas que la sociedad expulsa hacia los arrabales de la vida. Ha tenido contratos precarios, retrasos de meses en los pagos y ha ido vadeando la existencia. Pasó, en 2018, por la Fundación NovaTerra, que promueve la inclusión social, y da clases en la Universidad de Valencia. “Ocho horas a la semana por 326 euros”. Un año más tarde abrió su gabinete sicológico. Pero irrumpió el virus y descubrió que a la gente le resulta difícil abrirse a través del ordenador. “La remontada será dura”, zanja. Por Miguel Ángel García Vega.
ADAM, 25 AÑOS: «A VECES IMPORTA MÁS A QUIÉN CONOZCAS»
A través del teléfono, la voz de Adam Choukrallah desborda tanta ilusión como una piscina de agua infinita. “Está muy difícil. Sobre todo para las personas que no tengan estudios o que trabajen en la hostelería. Pero hay que intentarlo insistentemente, y no coger el primer trabajo que te ofrezcan, siempre existe otra opción y hay que luchar por ella”. Adam es muy joven. Tiene 25 años y sus palabras llegan cargadas de toda la resistencia que se le presupone a esa fase de la vida. Vive en Alcobendas, a las afueras de Madrid. “Somos gente de barrio, de clase obrera”, sostiene orgulloso. Al igual que muchos chavales de su tiempo se siente muy preparado. Tiene un doble grado superior en Producción Audiovisual (CIFP José Luis García) y Marketing (IES Eslava), ha vivido un año de prácticas en una productora y fue becario durante dos meses. Tiempo suficiente, también, para conocer ciertas injusticias. “Muchas veces resulta más importante estar en el lugar adecuado y conocer a la persona correcta que el currículo”, sostiene. Algunos vicios no los cambia ni una pandemia. Por M. A. G. V. FOTO: VÍCTOR SAINZ
ALICIA, 35 AÑOS: «CUANDO ERES MADRE LA INCERTIDUMBRE ES MAYOR»
Quien escoge el camino del corazón, cuenta el Bhagavad-gītā, el libro sagrado hindú, no se equivoca nunca. Alicia García mantiene muy presentes esas enseñanzas. Adora la ciencia. Se licenció en Biología en 2009 por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), ha defendido una tesis sobre el ictus y tiene un contrato temporal en el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC). También tiene un hijo, Arán, de dos años. Y bastante incertidumbre. “Tengo 35 años y mi currículo aún no resulta suficiente para presentarme a una plaza como profesora universitaria. La gente que se examina ahora supera los 40 años, con más experiencia y publicaciones”, comenta. “No sé qué sucederá dentro de cinco años. Si no me renuevan o consigo financiación para mis investigaciones quizá tenga que cambiar de profesión”. Un camino de piedras. El de una generación que investiga con becas de 1.000 euros y empieza a cotizar en la treintena. Por M. A. G. V. FOTO: SANTI BURGOS
NEREA, 26 AÑOS: «ME SIENTO OLVIDADA»
El currículo que presenta Nerea Gómez es una sucesión de puntos que trazan una línea recta perfecta. Entre otros títulos, en su nutrido expediente académico figura que es licenciada en Economía por la Universidad de Valencia, máster por la Universidad de Alicante. Solo tiene 26 años y anda en su tercer año de doctorado en la Politécnica de Valencia investigando cómo afecta al rendimiento académico el uso de las TIC (tecnologías de la información) en las aulas y hogares. Sin embargo, habita en el descontento. “Como generación, tengo el sentimiento de que siempre hemos tenido la palabra crisis en la boca”, reflexiona. Palabras que esparcen un justificado sentido de desafecto. Temporalidad, imposibilidad de acceder a una vivienda, precariedad. Una ansiedad que el virus ha replicado. “Me siento olvidada como joven, las prioridades suelen ser otros sectores de la población. Nadie está hablando de nuestro futuro y qué harán con nosotros ahora que entramos en el mercado laboral”, critica. / M. Á. G. V.