He escuchado a Mar Romera, maestra y experta en educación emocional, en vivo y en directo en dos ocasiones, ambas en los congresos de educación organizados por el Observatorio de Educación de la Universidad Rey Juan Carlos, de los que ya hablé en un artículo anterior. Cuando la oigo, a ella y a otros expertos en educación, referirse a los padres no puedo evitar ponerme en estado de alerta. Creo que tengo un problema: Estoy harta del discurso de la sobreprotección, de la malentendida cultura del esfuerzo y de la frase “hay que enseñar a los niños a tolerar la frustración”. Y es que, desde hace ya demasiados años para mi gusto, cada vez que se habla de crianza sale el tema de la sobreprotección. Y si además se habla de educación, también resulta inevitable hablar de lo necesario que es el esfuerzo, y tolerar la frustración. Si vas a estrenarte como papá o mamá, ve acostumbrándote a vivir con estas tres cosas.
La situación ha llegado ya hasta el punto de que tal, y como afirma Mar Romera en este vídeo, si eres padre y dices que quieres que tu hijo sea feliz, vas por muy mal camino, tienes muchas papeletas de ser un padre sobreprotector. Yo lo he dicho mil veces, ¿quién no? Y lo repito: yo quiero que mis hijos sean felices, ¿alguien no quiere serlo? Yo quiero ser feliz. ¿Qué tiene de malo? Más bien al contrario, si no ¿por qué a los que están deprimidos los consideramos enfermos? La felicidad, que celebra este martes su día internacional, es un estado natural del ser humano. Y por suerte la valoramos mucho, la buscamos, y cuando la perdemos queremos recuperarla cuanto antes.
Pero claro, si está tan mal visto que digamos que queremos que nuestros hijos sean felices, será por algo. Mi primer impulso al empezar a escribir este artículo ha sido buscar “Qué es la felicidad” en Google lo cual me ha devuelto 18.900.000 millones de resultados. Después he buscado su significado en el diccionario de la RAE. La felicidad tiene tres definiciones en el diccionario de nuestra lengua. La primera de ellas dice: “Estado de grata satisfacción espiritual y física”. Hasta aquí todo bien. Esto es lo que más o menos entiendo yo por felicidad. La segunda definición no dice gran cosa. Y la tercera definición sin embargo es muy interesante: “Ausencia de inconvenientes o tropiezos”. Curiosa manera de entender la felicidad. Y además ¿qué nos pasa cuando encontramos inconvenientes? Que nos frustramos.
Si pensando en esta tercera definición, recuperamos ese momento en el que un papá o una mamá dicen que solo quieren que su hijo sea feliz, es cuando nos damos cuenta del problema. Entender la felicidad únicamente según la tercera definición de la RAE y tratar de mantener esa felicidad en nuestros hijos es lo que nos convierte en sobreprotectores. Si evitamos que se encuentren con inconvenientes o tropiezos por miedo a que dejen de ser felices un rato y que se frustren, no les estamos haciendo ningún favor. Se puede dejar de ser feliz un día, o dos o alguno más, se puede estar triste, frustrado y se debe, como dice Mar Romera en el vídeo, entender y aceptar las emociones, todas, las positivas y las no tan positivas.
¿Es compatible desear que tu hijo sea feliz con no allanarle el camino? Sí, y tanto. De hecho, lo correcto es que nos centremos en la primera definición de felicidad según la RAE, entendiendo que nuestros hijos deben encontrarse en ese estado de satisfacción de manera balanceada. No se trata de que no lloren nunca, no se frustren nunca, no se esfuercen nunca, de que estén todo el día flipados, de que tengan todo lo que se les antoja, y vivan buscando cada día algo nuevo que les haga supuestamente más felices. No hay que confundir felicidad con placer.
El problema, más bien, no está en querer que nuestros hijos sean felices, sino en cómo entendemos la felicidad y en cómo conducimos a nuestros hijos a ella. Los niños tienen que sentirse frustrados muchas veces, y del mismo modo que la felicidad es un estado del que salimos por la razón que sea y al que siempre deseamos volver, la frustración es una emoción que no nos gusta, y por ello podemos sentir la tentación de querer que nuestros hijos no tengan que experimentarla. Pero será pasajera, y finalmente los niños regresarán a su estado de bienestar si todo va bien.
Aceptar la frustración y entenderla es necesario, y así tienen que saberlo nuestros hijos. Pero tampoco podemos convertir una situación frustrante y estresante para un niño en algo cotidiano en su vida con la excusa de que tiene que aprender a tolerar la frustración. Por eso odio la expresión “tolerar la frustración”. Le faltan matices, así que yo prefiero decir que hay que “superar la frustración”. Y esto lleva esfuerzo, y hay muchos esfuerzos que llevan a sentirse bien y feliz. Pero igual que detesto la idea de tolerar la frustración, porque cuando lo pienso me parece que tenemos que enseñar a los niños que deben acostumbrarse a vivir frustrados y fastidiados, como si hubiéramos aceptado desde nuestra perspectiva de adulto que así es la vida, odio también la cultura del esfuerzo sin más.
No entiendo ni comparto la cultura del esfuerzo cuando habla del esfuerzo medido en términos de sufrimiento, en vez de relacionarlo con la satisfacción por el logro y la superación
Yo veo un ciclo en estas tres ideas: la felicidad de nuestros hijos se la roban las frustraciones y el esfuerzo les puede devolver de nuevo a ella. Esforzarse para superar un obstáculo o resolver un problema, y experimentar la satisfacción del logro alcanzado es una emoción por la que deben pasar nuestros hijos. No sería justo robarles esas vivencias. Pero, de nuevo, odio la cultura del esfuerzo porque sí. La humanidad entera busca nuevas formas de afrontar las vicisitudes de la vida con menos esfuerzo cada vez y en lo que en muchos casos a educación se refiere se sigue ensalzando la virtud del esfuerzo sin más: el esfuerzo por aprobar exámenes sobre temas o asignaturas que no llegarán a aplicar jamás en la vida, el esfuerzo para ser capaces de repetir como papagayos sin interiorizar ideas que no han llegado a comprender o por copiar párrafos enteros de libros de texto. No entiendo ni comparto la cultura del esfuerzo cuando habla del esfuerzo medido en términos de sufrimiento, en vez de relacionarlo con la satisfacción por el logro y la superación.
Recuerdo una ocasión en la que un taxista me preguntó que si tuviera que escoger entre ser feliz y ser buena persona qué es lo que elegiría. Yo dije que preferiría ser feliz, porque no creo que pudiera serlo siendo una mala persona; sin embargo hay buenas personas que no son felices. El taxista se quedó pensando mi respuesta, y la rebatió, diciendo que sí hay gente que es mala persona, gente poderosa y adinerada a veces, que es feliz. No creo en ese tipo de felicidad. Por eso para mí la respuesta está clara. Hay tantos conceptos de felicidad como personas, lo dice el psiquiatra Rojas Marcos, pero es cierto que si un padre o una madre viven deseando que su hijo sea feliz, está en el punto de mira de la sobreprotección.
Acabo de decidir que, a partir de ahora, si alguien me pregunta qué quiero que sean mis hijos, les diré que quiero que sean resilientes –la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a situaciones adversas–. Es una manera un poco enrevesada de decir que quiero que sean felices, pero al menos espero que así no me tilden de sobreprotectora.
https://elpais.com/elpais/2018/03/20/mamas_papas/1521532331_198316.html