Por qué a los jóvenes les atrae el riesgo? ¿Por qué aprenden con tanta agilidad? La clave reside en la versatilidad de sus redes neurales.
Las imágenes de resonancia magnética muestran que el cerebro del adolescente no es un órgano infantil envejecido ni tampoco uno adulto incompleto. Constituye un ente singular, con una gran versatilidad y una creciente instauración de redes neurales.
El sistema límbico, que rige la emotividad, se exacerba en la pubertad. En cambio, la corteza prefrontal, que pone freno a los impulsos, no madura hasta los veintitantos años. Este desfase, que lleva a los jóvenes a adoptar conductas arriesgadas, les permite también adaptarse pronto a su entorno. En la actualidad, los niños están llegando antes a la pubertad, y el período de desajuste se amplía.
Un conocimiento más pleno del cerebro juvenil ayudaría a las familias y a la sociedad a diferenciar mejor entre las conductas típicas de la adolescencia y las enfermedades mentales; y a los jóvenes, a convertirse en lo que deseen ser.
El cerebro adolescente se considera a menudo con sarcasmo como un ejemplo de error biológico. La neurociencia ha explicado que las conductas arriesgadas, agresivas o desconcertantes de los adolescentes son producto de alguna imperfección en el cerebro. Pero investigaciones innovadoras realizadas en los últimos diez años ponen de manifiesto que tal punto de vista resulta erróneo. El cerebro del adolescente no es defectuoso, ni tampoco se corresponde con el de un adulto a medio formar. La evolución lo ha forjado para que opere de distinta forma que el de un niño o el de un adulto.
Entre los rasgos del cerebro adolescente destaca su capacidad de cambio y adaptación al entorno gracias a la modificación de las redes de comunicación que conectan entre sí distintas regiones cerebrales. Esta peculiar versatilidad, o plasticidad, supone un arma de doble filo. Por un lado, faculta a estos jóvenes para avanzar a zancadas gigantescas en el pensamiento y la socialización. Por otro, la mutabilidad del entorno les torna vulnerables a conductas peligrosas y a graves trastornos mentales.
Los estudios más recientes señalan que los comportamientos temerarios surgen por un desfase entre la maduración de las redes del sistema límbico, que impele las emociones, y las de la corteza prefrontal, responsable del control de los impulsos y del comportamiento juicioso. Se sabe ahora que la corteza prefrontal continúa experimentando cambios notorios hasta bien entrada la veintena. Parece, además, que la pubertad se está anticipando, lo que prolonga los «años críticos» de desajuste.
La plasticidad de las redes que conectan entre sí distintas regiones cerebrales, y no el crecimiento de tales zonas, como se pensaba, resulta clave para alcanzar en última instancia el comportamiento adulto. Entenderlo así, y saber que en nuestros días se está alargando el lapso entre el desarrollo de las redes de la emoción y las del raciocinio, puede ser de utilidad para los padres, maestros, consejeros y a los propios adolescentes. Se comprenderá mejor que los comportamientos aventurados, la búsqueda de sensaciones, la distanciación de los padres y la aproximación a «colegas» no son signos de trastornos emocionales o cognitivos, sino un resultado natural del desarrollo cerebral; son un rasgo normal de los adolescentes, que están aprendiendo a habérselas con un mundo complejo.
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