En el siglo XX, el cuaderno de notas para intelectuales, científicos y artistas ha devenido en las moleskines, cuadernos con cubiertas de tela y provistas de una banda elástica para sostener el cuaderno cerrado. El mayor impulsor de estos cuadernos fue el viajero Bruce Chatwin, pero también han sido usados por Picasso, Matisse y Hemingway, entre otros.
La tradición de que un intelectual siempre vaya equipado con un bloc de notas para apuntar sus reflexiones o descubrimientos se remonta a muchos siglos atrás.
Por ejemplo, Erasmo de Rotterdam (1466-1536) solía tomar notas en los mismos libros que leía, haciéndolos así un poco más suyos a la vez que fortalecía su memoria sobre lo leído. También sugería a los estudiantes y profesores que siempre llevaran un bloc de notas organizado por temas, tal y como aconsejaba también Séneca:
Emulemos a las abejas y mantengamos en compartimentos separados lo que hemos recogido de nuestras diversas lecturas, porque lo que se conserva por separado se conserva mejor.
Lo explica así Nicholas Carr en su libro Superficiales:
También sugirió a todos los estudiantes y profesores llevaran un bloc de notas, organizadas por temas, “para que cada vez que (el profesor) señale algo digno de quedar escrito, pueda anotarse en la sección correspondiente”. La transcripción de los fragmentos a mano y su declamación habitual ayudarían a asegurar que se fijaran en la mente. Los pasajes debían verse como flores que, arrancadas a las páginas de los libros, pudieran conservarse entre las de la memoria.
También durante el Renacimiento era común que los estudiantes llevaran siempre un cuaderno, llamado «libro de lugares comunes» o simplemente «lugares comunes», donde apuntar todo aquello que debía ser digno de recordar. Francis Bacon ya observó que «difícilmente puede haber algo más útil […] que una buena y sabia recopilación de lugares comunes». Según la catedrática de Lingüística de la American University Naomi Baron, en el siglo XVIII, el libro de lugares comunes servía «de vehículo así como crónica de su desarrollo intelectual».
Cuadernos de notas también fueron compañeros inseparables de Charles Darwin (gracias al cual podemos ir descubriendo, paso a paso, cómo se iluminó en su mente la teoría de la evolución de las especies) o John Locke, que empezó a usarlo en el año 1652, mientras cursaba su primer año en Oxford.
Michael Faraday, el padre del electromagnetismo, fue uno de los grandes devotos de los cuadernos de notas. De modo que siempre, bajo cualquier situación, debía llevar encima un bloc de notas. E incluso había planeado encuadernar todas sus notas para formar un libro, un libro grande y hermoso sobre todas las cosas que aprendiera, sobre todas las cosas que no quería olvidar.
Su carácter compulsivo también le obligaba a plasmar toda clase de datos por escrito, bajo la consigna que un día le ofreció al joven William Crookes («Trabaja. Acaba. Publica»), de modo que, además de sus 450 documentos manuscritos, su obra escrita incluye las siguientes publicaciones: Manipulación química (recopilación en cuatro volúmenes de sus trabajos en el campo de la química, 1827), Investigaciones experimentales de química y física (una ampliación de la obra anterior, 1859), Investigaciones experimentales de electricidad y magnetismo (tres volúmenes publicados entre 1839 y 1855), Diversas fuerzas de la materia / Historia química de una vela (ambas basadas en sus Conferencias Juveniles de Navidad, 1860 y 1861 respectivamente) y Diario de Faraday (recopilación de siete volúmenes de los registros manuscritos de sus investigaciones en el laboratorio de la Rotal Institution entre 1820 y 1862).
El cuaderno escocés
En el ámbito de las matemáticas, también es célebre también es el Cuaderno escocés, donde un grupo de matemáticos que se reunían para organizar tertulias iban apuntando problemas matemáticos complejos. El nombre del cuaderno no hacía referencia a Escocia sino a un café polaco situado el Lwów, donde se reunían los tertulianos matemáticos: Café Escocés (Kawiarnia Szkocka). Si os apetece uno de los problemas del cuaderno escocés que puede definirse claramente como ininteligible, entonces vayamos al problema 101. Lo propuso Stanislaw Ulam. Dice lo siguiente:
Un grupo U de permutaciones de la sucesión de enteros es llamado infinitamente transitivo si tiene la siguiente propiedad: si A y B son dos conjuntos de enteros, ambos infinitos así como sus complementarios con respecto a todos los enteros, entonces existe en el grupo U un elemento f (permutación) tal que f(A)=B. ¿Tiene que ser un grupo U infinitamente transitivo necesariamente idéntico al grupo S de todas las permutaciones?
La respuesta, por si tenéis interés, es negativa.
VIA: http://t.xatakaciencia.com – – Escipo por Sergio Parra