Si tuviera que pasar hoy un test de inteligencia, el talento musical del joven Mozart no estaría entre los números uno de la clase. O, lo que es lo mismo, no superaría los 140 puntos del Cociente Intelectual (CI). Y todo porque, en la calle y en las aulas, el prototipo del ser inteligente, enquistado en nuestra cultura desde los griegos y el Renacimiento, todavía se asocia en exclusiva a las habilidades reconocidas en esta popular puntuación para evaluar el pensamiento abstracto basándose en la lógica y las matemáticas. Sin embargo, los avances de la ciencia de las últimas décadas muestran que hay vida inteligente más allá de unos números.
Más que una buena memoria para recordar nombres y fechas y un hábil razonamiento matemático, la inteligencia es sobre todo adaptación. Las versiones revisadas del CI, que amplían la inteligencia a la experiencia con el medio, rescatan a Charles Darwin y sus teorías evolutivas, como señala Pablo Fernández-Berrocal, catedrático de Psicología de la Universidad de Málaga. “Curiosamente, los neurocientíficos del siglo XXI vuelven a la idea originaria de Darwin demostrando que ser inteligente es la capacidad de adaptarse al entorno de la forma más eficaz. Esa capacidad varía según el contexto, e implica flexibilidad en situaciones muy diferentes”, explica el catedrático.
Así, conceptos como el factor G o las teorías que vinculaban la superación de un determinado tipo de pruebas a una inteligencia todoterreno, ya no obedecen a la evidencia científica. “Hay personas que son inteligentes y se adaptan con facilidad y flexibilidad a ciertos contextos, y en cambio, en otros parecían estúpidos. Y si nos remontáramos 30.000 años atrás, esos considerados inteligentes podrían incluso morir devorados, porque no afrontarían la demanda de su entorno. Cuanto más simple es el mundo, es más probable que nos sirvan los recursos generales, pero en un mundo tan complejo como el nuestro, se necesitan habilidades mucho más específicas, por lo que poco a poco se incluyen otros tipos de inteligencia”, explica este psicólogo especializado en inteligencia emocional, fundador del Laboratorio de Emociones de la Universidad de Málaga.
¿Por qué a un buen orador, con gran capacidad de compresión verbal, o a un genio del piano o el balón, de gran talento físico, no se les considera inteligentes en nuestra cultura occidental? El protagonismo de la inteligencia abstracta-lógica-matemática responde a la herencia del sistema productivo europeo anterior a las dos grandes guerras, cuando el talento abstracto tenía la llave del éxito laboral y social y una rutilante carrera educativa se reconocía en el mercado con un no menos lustroso puesto de trabajo.
En ese contexto nació el CI, un concepto revolucionario acuñado por los psicólogos que se enfrentaron al reto de clasificar a las personas, primero para evaluar los trastornos mentales y luego con propósito educativo, ante la nueva corriente de escolarización en Europa, con el afán de estandarizar las pruebas con criterios objetivos, a diferencia de la entrevista clínica.
“Alrededor de los años setenta, algunos estudios demostraron que no estaba garantizado que las personas que conseguían los mejores trabajos fuesen las que tenían mayor inteligencia abstracta. A partir de ahí, la complejidad del mundo laboral no se vincula tanto a tareas cognitivas, sino a las relacionadas con la gestión de las propias emociones, el estrés, la ansiedad y la capacidad de regular las interacciones sociales en relación con las personas. Lo que marca la diferencia de una persona brillante en el ámbito laboral no es su inteligencia clásica, sino este extra que se refiere a otro tipo de inteligencia”, apunta Fernández-Berrocal.
Sin embargo, la popularidad de las escalas de inteligencia de especialistas como Binet y Wechselr, los nombres de referencia en la medición del CI a nivel mundial, todavía es difícil de superar. Trabajos de psicólogos como Robert J. Sternberg, uno de los impulsores hace tres décadas de la inteligencia práctica o aplicada, o Howard Gardner, quien dinamitó la teoría de la inteligencia única con las inteligencias múltiples (lingüística, ínter e intrapersonal, musical, espacial, naturalista, corporal, además de la lógica-matemática), todavía no han llegado a aplicarse como corriente mayoritaria en las escuelas.
“Los alumnos que se adaptan bien al sistema escolar son los que tienen una inteligencia numérica y lógico-matemática alta. Al resto, que pueden tener otro tipo de inteligencia, les cuesta mucho trabajo adaptarse. La escuela sigue trabajando hoy con un modelo. Hay personas muy inteligentes que no son especialmente brillantes en los aspectos lógico-matemáticos y no acaban de adaptarse, desperdiciando su potencial artístico, lingüístico o de relaciones sociales, la escuela se convierte para ellos en un martirio”, observa este psicólogo.
¿Puede medirse la creatividad?
Superada en el campo de la investigación la existencia de una inteligencia única, cómo detectar el talento en un examen sigue siendo la pesadilla de los científicos, a pesar de innovaciones como el Test de Inteligencia Emocional Mayer-Salovey-Caruso (MSCEIT). “Si se ponen problemas matemáticos o lingüísticos, es más o menos fácil evaluar las respuestas, porque hay una solución correcta. Otra cosa son las respuestas a los problemas de la vida real. Llevamos más de un siglo intentando evaluar la creatividad como proceso, no como producto, y a pesar de las investigaciones, no se terminan de ver resultados”, explica el catedrático.
La evaluación, la clave de todo, también falla en el concepto de CI y los tests clásicos de papel y lápiz. Fernández-Berrocal apunta: “Ahora, el sueño, a través de investigaciones con resonancias magnéticas funcionales, es hallar el indicador del nivel de inteligencia observando, por ejemplo, el porcentaje de materia gris o blanca, teniendo en cuenta el volumen del cerebro y determinadas zonas. Pero eso no se ha conseguido y no sé si se podrá conseguir. Sería como decir que la inteligencia es solo eso, sin tener en cuenta el aprendizaje y la experiencia”.
Aunque hay programas televisivos que siguen impresionando al público con la memoria de los concursantes (una facultad superada por la consulta inmediata de los datos en los medios digitales), para Fernández-Berrocal la capacidad de anticipación debiera ser la inteligencia que hay que potenciar. “Las máquinas no pueden predecir el futuro, pero nosotros somos capaces de innovar y anticipar, y los pueblos siempre han sobrevivido a las adversidades del clima, el hambre o las guerras gracias a eso. En nuestra vida personal pasa igual: los que saben anticiparse a los problemas, en lugar de ser sujetos pasivos, tienen mayor capacidad de adaptación. Pero eso todavía no se enseña en la escuela, y sería una auténtica revolución”, concluye.
http://elpais.com/elpais/2015/09/30/buenavida/1443601806_544864.html?id_externo_rsoc=FB_CM
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