Bastaría con asistir a unas pocas clases elegidas al azar, para comprobar la esencia de lo que tan alegremente hemos definido que sucede en las escuelas: el aprendizaje.

Es un término suficientemente amplio en sí mismo como para hacer una auténtica y compleja disertación al respecto, y no puede ser el objeto de un breve artículo expositivo. Con cierta discreción, habremos de reconocer que la escuela actual da una prioridad sin igual a aquellos procesos que suponen la asimilación de conceptos, procesos y datos. El objetivo no es otro que el de facilitar a los alumnos el Conocimiento a partir de su retención, entendiendo que es un bien necesario para su desarrollo y formación posterior. Implícitamente su ventaja reside en el hecho de que cuanto más y mejor se produzca esa retención asimilatoria, un futuro mejor le esperará al alumno. Un futuro que se mide en clave de subsistencia. La escuela actual ayuda a subsistir, en un mundo que contemplamos desde la estaticidad.

Se ha ganado mucho terreno en ofrecer distintas variantes en los procesos que conducen al fin retentivo: fichas, actividades, prácticas, lenguajes diversos, estilos docentes más atractivos, textos más amenos, agrupaciones de alumnos menos discriminatorias, reducir los niveles de exigencia, etc. Todo ello es positivo para romper una homogeneidad didáctica que sin más dejaría fuera a unos cuantos alumnos. Pero para ser preciso suena a tormenta en un vaso de agua para los que pretenden una revolución en la enseñanza, que abra las bases hacia una pedagogía realmente diferente.

Se desconoce casi todo del Autismo, del que se han dicho diferentes cosas no siempre con muy buen tino. Lo que es obvio para los distintos profesionales que trabajan con ello es la absoluta necesidad de abordar sensitivamente el trabajo con quienes lo padecen, para poder avanzar en los procesos de aprendizaje más básicos. De toda la investigación científica en torno a ello se desprenden varias cuestiones importantes para definir el funcionamiento de cualquier cerebro humano. La más radical es la importancia del trabajo de los sentidos en la asimilación de los procesos de cualquier índole.

Ya por si, esto nos devuelve a un espacio de enseñanza esencialmente práctico y empírico para el alumno, en el que el desenvolvimiento de este ante diferentes realidades hace propicio a su pensamiento para la asimilación, y lógicamente hacia el aprendizaje no retentivo. Cualquier otro método que no contemple esta variable  adolece necesariamente de un sesgo natural que abre posibilidades negativas escindidoras, como la racionalista, la puramente mnésica, la doctrinal repetitiva  o la social adaptativa.

Hay pocos programas de enseñanza que promueven el desarrollo sensitivo como base hacia el conocimiento. Y este rechazo procede de un cierto desprecio de una cultura en la que el intelecto se hace dueño del pensamiento, cerrando aquellas vías que puedan cuestionar su dominio, especialmente las puertas de acceso hacia los “otros cerebros”, como son los que utilizan en buena medida los caudales sensitivos.

Recuerdo la experiencia de una maestra de primaria, que aplicando la libertad que concede la ley educativa actual al profesor para la elección del método de enseñanza que considerara más adecuado, tuvo la osadía de aplicar diferentes instrumentos teatrales –ejercicios, dicción, fonética, representación, mimo, control emocional, proyección, etc.– en toda iniciativa didáctica en la que se pudiesen aplicar con facilidad. La consecuencia fue un incremento medio de un 35% en los percentiles de rendimiento de los alumnos medidos en términos de incremento en sus calificaciones académicas, con resultados tan espectaculares en algunos de ellos que causaron el furor extrañado de todo el claustro de profesores del centro educativo.

El trabajo desde los sentidos es lo que un técnico programador entendería dentro de la categoría de “sensibilidad”. Educar la sensibilidad es en realidad lo que significa el trabajo a través de priorizar la actividad sensitiva de los alumnos, pero esta educación carece de antecedentes consistentes y prolongados en el tiempo, que permitan dotar a los proyectos educativos que quisieran dirigirse a objetivos no relacionados con la subsistencia, sino con el desarrollo evolutivo, de una base desde la cual poder trabajar y educar.

Por eso se hace necesario aventurarse, un tanto a ciegas, en la búsqueda de las relaciones que subyacen a los procesos sensitivos que dan soporte al resto de funciones pensantes, incluidas las cognitivas. Habría que surcar los vínculos ocultos a los que Salvador Dalí apelaba cuando decía que “Los artistas deberían tener nociones científicas para caminar sobre otro terreno, que es el de la unidad”, o lo que afirmaba Albert Einstein al decir que “Dostoievsky le había aportado más que cualquier científico, más que Gauss”.

La sinestesia, la capacidad de oír los colores, ver los sonidos o tocar los sabores, mezclando los sentidos en un único acto perceptivo, que posiblemente sea una fase infantil previa a la estructuración de los sentidos, nos permite extrapolar unas posibilidades de combinación sensitiva desde la cual establecer redes, de una complejidad y una riqueza nuevos en la contemplación de los procesos de aprendizaje, en la que la filosofía parte del dibujo, a la cuántica se llega a través de la piel, a la biología mediante la dramatización de los mitos clásicos o al algebra se accede desde la poética.

Son los procesos y procedimientos artísticos los que mejor ofrecen vías para el desarrollo de los sentidos, y debería permitirse que estos fueran los que desarrollaran los nuevos métodos de enseñanza, llenando de artistas las aulas y de pictogramas las paredes; de materiales que explotan en las columnas y sus figuras en el aire; de gritadores que persiguen el rastro de las voces para atraparlos en un gesto; de danzarinas que se asombran por el sabor de sus pies de agua; de músicos sin instrumentos que sueñan melodías recogidas en el espacio; de actores construyendo su propia realidad fugaz e infinita.

Algo que no sirve a nada, y por eso se acerca al todo.

Sobre Carlos Peiró Ripoll

Licenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid. Fue director del IMFEF, y ha ocupado distintos puestos de responsabilidad en áreas dedicadas a la salud mental y la Psicología como Director de Psicologías y Terapias del Centro Asistencial Santa Teresa de Arévalo, del Gabinete de Psicología de la Empresa CTO, y de la Unidad de Orientación Familiar de la Comunidad de Madrid. Coordina programas de formación en las que destaca el de “Redes Familiares para la prevención” del Plan Nacional de Drogas. Mediador Social y Familiar.

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