¿Quién no tiene una opinión hecha respecto a los hechos que han ocurrido en Barcelona esta semana? Solo falta escuchar las noticias en cadenas distintas, o entrar en las redes para constatar hasta qué punto las posturas están polarizadas y para percibir el creciente clima de odio. No faltan insultos y violencia por parte de unos y otros. Pero lo que falta, y mucho, es la reflexión y la contención. Quizás no somos conscientes, porque la velocidad de los acontecimientos no nos ha dejado tiempo para reflexionar sobre ello, pero el odio que se está sembrando en las mentes de esos pequeños espectadores que son nuestros hijos, nuestros alumnos, no tiene marcha atrás, y eso no es menos serio que todo lo que está siendo cubierto ahora por la prensa.

Hoy por hoy, un infiltrado en el patio de Infantil o de Primaria de cualquier colegio de cualquier parte de España, privado, concertado o público, puede escuchar eslóganes políticos, pisoteo de banderas, insultos y amenazas de muerte a políticos, imitación de actos de violencia, y el etcétera es muy largo. ¿Tendremos la sinvergüenza de culpar a otros por la violencia de nuestros hijos?

Si no hemos sabido contenernos, los únicos y exclusivos responsables somos nosotros, sus padres. Quizás nuestra subjetiva objetividad nos hace perder la perspectiva respecto a lo que decimos y dejamos ver a nuestros hijos. Esa subjetiva objetividad de la que presumimos, la contarán los libros de historia cuando nuestros niños tengan edad para ello, con la perspectiva que dará la distancia del tiempo. Mientras esto ocurra, que pensemos o no “tener la razón”, que estemos en Almería, en Vigo, en Madrid o en Barcelona, si no hemos sabido contenernos y filtrar lo que llega a esas inocentes mentes, somos culpables.

Somos culpables por no haber filtrado la violencia; por haberles usado como escudos humanos en una manifestación; por haberles paseado por curiosidad o para hacer bulto en lugares en los que se respiraba odio; por haberles dejado ver las noticias, por haber hecho comentarios ofensivos en voz alta; por haberles vestido de banderas, sea cual sea su color, por haber perdido los papeles cuando todo nos parecía demasiado indignante.

Somos también culpables si les hemos dejado que oigan nuestros comentarios racistas, intolerantes, despectivos, odiosos, aunque lo hayamos hecho bajo la etiqueta de bonitos e inofensivos conceptos como “democracia”, “Estado de derecho”, “convivencia pacífica” o “derecho a votar”. Los niños tienen derecho, tanto en casa como en el colegio, a una infancia libre de ideologías políticas, racismo, odio y fanatismo.

Decía Chesterton que “el fanático no es aquel que está convencido de tener la razón; eso no es fanatismo, sino cordura y sensatez. El fanatismo consiste en que uno esté convencido de que otro debe estar equivocado en todo, sencillamente, porque está equivocado en algo específico”. Parece ser que Chesterton ha dado en el clavo. Hemos de proteger a nuestros hijos de la actitud fanática que está empapando la clase política –y que, queramos o no reconocerlo, nos está contaminando a todos-, en un desordenado afán para conseguir las mayorías que la democracia nunca les ha dado. ¿El poder, para qué?

El fanatismo impide una mirada serena y resolutiva de los problemas, adentrarse en los matices de lo que está equivocado y lo que no lo es, entonar el mea culpa cuando hace falta, entender el contexto y ponderar la situación, en definitiva, abrirse al otro. Desde luego, un niño pequeño aún no tiene la madurez suficiente para hacer ese delicado ejercicio, y nunca la tendrá si el ejemplo que le llega por parte de sus padres, es que el otro “es el malo”, y por lo tanto “está equivocado en todo”.

Decía Milan Kundera que “los niños no son el futuro porque algún día vayan a ser mayores, sino porque la humanidad se va a aproximar cada vez más al niño, porque la infancia es la imagen del futuro”. Si no queremos pasar nuestros años de vejez tragándonos un espeso caldo de fanatismo, ya podemos empezar a filtrar la forma en que hablamos con nuestros hijos. Porque sea cual sea el resultado de este caos sin precedentes, es infinitamente más importante el legado humano que cualquier otro legado, sea territorial o político, por el que estamos ahora peleando.

Catherine L’Ecuyer es autora de Educar en el asombro y de Educar en la realidad.

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