«Yo al principio no me di cuenta, no sabía que lo que me pasaba era acoso escolar, entonces no se hablaba de ello. Además, ¿cómo iba a pensar que era acoso escolar, si eran mis propios amigos, a los que conocía desde los tres años?». Nidia Represa cursaba 2º de la ESO cuando se convirtió en diana de las bromas de su pandilla de toda la vida. Bromas cada vez más constantes y pesadas que pronto subieron de nivel: «Me insultaban, me obligaban a darles mis deberes, me tiraban las cosas del pupitre…». Y siempre, siempre, acompañadas de unas risas de fondo: las del resto de alumnos, los espectadores.

Parecía una obra de teatro, cuyo guion se ha plagiado infinidad de veces en cada colegio. El acosador y la víctima como protagonistas, unos cuantos actores secundarios que precisamente secundan, y un público que contempla (cuando no aplaude) desde la distancia, ignorante de que la obra no es una tragedia griega cuyo fin está escrito, sino que es interactiva: cualquiera puede intervenir y cambiar el desenlace.

Por una parte, relata Nidia, estaba «el cabecilla de los acosadores, el típico que no se dejaba ver pero instigaba». Junto a él, el «matón», el ejecutor de las bromas, acompañado por una suerte de secuaces, que le seguían y se reían. Una organización de manual, como explican a EL MUNDO los psicólogos José Antonio Molina y Pilar Vecina, autores de ‘Bullying, ciberbullying y sexting: ¿Cómo actuar ante una situación de acoso?‘.

«Cuando hablamos de grupos de bullies, suele haber un cabecilla que ordena y manda. El grupo comparte formas de pensar y de actuar y, lamentablemente, en muchas ocasiones, su objeto de diversión es la violencia y el hostigamiento a otros. Así perciben que están en el lado del fuerte, del que tiene el poder, del que nadie se ríe porque se impone y hace respetar ‘sus leyes’. Todo eso añadido a la desindividualización y desinhibición que propicia el grupo«.

Y después, están losacosadores pasivos. Esos que son testigos de lo que sucede, incluso lo reprueban, pero permanecen en silencio. Bien porque su ausencia de madurez les impide ser conscientes de la gravedad de los hechos, bien porque piensan que no es asunto suyo, y, sobre todo, por miedo. A represalias o a que los tachen de ‘chivatos’ si alertan a los docentes.

«‘¿Para qué voy a meterme en líos?’, ‘¿Y si luego vienen a por mí?’, ‘¿Y si se enteran de que he sido yo el que lo he dicho al profesor?‘, ‘Yo no quiero pasar por lo mismo, prefiero mantenerme ajeno'». Son algunos de los principales argumentos que esgrimen en consulta, explican Molina y Vecina, que trabajan en diseño e implantación de programas de acoso en escuelas.

Una figura que también estuvo presente en el caso de Nidia: «Eran mis amigos más cercanos. Se quedaban al margen, fingían que no pasaba nada… Uno simulaba que no me conocía y luego, a escondidas, me daba los deberes. Otra intentó defenderme sin que yo lo supiese, y acabó pagando el pato: cuando yo me cambié de colegio -porque la familia de Nidia optó por la solución más habitual: cambiar de centro-, el acoso se volvió contra ella«.

Sin ser psicóloga, aunque está estudiando para ello, Nidia hace una diagnóstico bastante certero. «Hace unos años te habría dicho que no entendía esta actitud. Ahora sí: los que acosan siempre tienen a alguien en su punto de mira. Se desarrolla un miedo global que hace que el resto no quiera intervenir por temor a ser el siguiente, sufrir las bromas… Se guían por un sentimiento de autoprotección que les impide actuar».

El problema es que ese silencio sirve como combustible. «Si el agresor es consciente de que ninguno de los espectadores va a hablar o a informar de lo que está pasando, seguirá en la misma línea porque, a corto plazo, no tiene ningún tipo de consecuencias negativas», explican Vecina y Molina, que ponen el ejemplo de P.G., un menor que llegó a consulta porque fue acosado después de haber defendido a uno de sus mejores amigos. La primera frase que dijo fue: «Si lo sé… no me meto».

Los psicólogos establecen cuatro tipos de espectadores, los cuales, con su actitud y conducta, condicionarán el comportamiento del acosador que está llevando a cabo el hostigamiento:

  1. SEGUIDORES DEL AGRESOR. Implicados de una forma directa en el plan del agresor, además se identifican con los valores y normas del grupo.
  2. REFORZADORES PASIVOS. Están presentes cuando se realizan las acciones intimidatorias, pero no participan directamente en ellas. Son conscientes del daño causado a la víctima y suelen reforzar la violencia mediante sonrisas, aplausos o halagos a los agresores.
  3. OBSERVADORES. Simplemente miran. No se muestran a favor de la violencia, pero al no hacer nada para evitarla acaban por reforzarla. Tampoco defienden a la víctima, optan por mantenerse al margen y se sienten ajenos al problema.
  4. DEFENSORES DE LA VÍCTIMA. Tratan de defenderla, ya sea de manera directa, interponiéndose entre ésta y el acosador, o indirecta, informando a un adulto (profesor, padre, policía…)

No obstante, advierten Molina y Vecina, no siempre que se da un caso de acoso escolar los alumnos son conscientes de lo que sucede. «En talleres que hemos realizado, incluso habiéndose diagnosticado una situación de acoso, los demás miembros de la clase del acosado aseguraron no saber nada de los hechos».

Por eso, muchas veces, el trabajo empieza por hacerles tomar conciencia de que son o han sido testigos de ‘bullying’, de que es algo que no debería asumirse como normal, e invitarles a ponerse en el lugar de la víctima y analizar si, con su silencio o sus risas, han sido cómplices. Ésa es la línea en la que van buena parte de las intervenciones en centros escolares, y también el eje, por ejemplo, de la campaña lanzada la pasada semana por la Fundación ANAR y Mutua Madrileña.

«Con que hubiese uno o dos niños que en lugar de reírse o mostrarse indiferentes, asumieran que así se convierten en cómplices, podría revertirse la situación«, asegura el psicólogo Benjamín Ballesteros, director de Programas de ANAR, que subraya que el objetivo es sensibilizar sobre las consecuencias del acoso y transformar la presión del grupo sobre la víctima en cohesión grupal. «Que se den cuenta de que su acción puede ser muy beneficiosa para cambiar la situación».

En estas situaciones, explican Molina y Vecina, es muy importante empatizar con la víctima y «hablar por ella, ya que no puede hablar por sí misma por el profundo temor que está experimentado». Por eso, en los talleres de prevención que realizan en las aulas, explican la importancia de transmitir lo que está ocurriendo y tratan de desmitificar la idea de que si se comunica al profesor o a un adulto responsable, se es un chivato.

«Los pasivos son la mayoría, y si diesen un paso adelante y se protegieran entre ellos, no habría tanto casos de acoso», se muestra convencida Nidia. «No me refiero sólo a enfrentarse a los que están haciendo daño, sino a apoyar a las víctimas. El niño que sufre acoso se siente solo. No busca que se haga justicia, sino no sentirse tan aislado».

Ella, a sus 22 años y gracias a la terapia, dice haberlo superado. El libro ‘Bajo mi piel‘ está inspirado en su experiencia, y procura ayudar a otros niños a través de su blog. «Siempre que se comunican conmigo, les dedico alguna reseña o dibujo y lo publico para que se sientan especiales y entiendan que pueden seguir adelante y que tienen mucho que dar, aunque no lo crean». Que sepan que no están solos, simplemente eso.

http://www.elmundo.es/sociedad/2016/05/02/572249dd46163f1a638b45af.html